Nuestro país ha estado sometido a un sistema económico anquilosado, con una industria altamente protegida y una economía, cerrada y estatizada, donde el agro era, en general, el perjudicado, y por ende, el país todo.
Tal fenómeno comenzó, decididamente, en la década de 1940, cuando el Estado alcanzó una dimensión tal que, salvo excepcionales períodos, los derechos y libertades fueron usurpados, más allá de lo políticamente lícito y lo moralmente aceptable. Al decir de Daron Acemoglu y James Robinson, las instituciones inclusivas que “hacen respetar los derechos de propiedad, crean igualdad de oportunidades y fomentan la inversión en habilidades humanas y tecnologías” fueron desapareciendo.
La revolución de 1943 impuso un régimen intervencionista, donde el Estado garantizaba la invulnerabilidad del monopolio. El Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI), que tuvo a su cargo el comercio exterior de la producción agraria y de gran cantidad de productos industriales, es un claro ejemplo del mal que puede ocasionar un determinado monopolio.
La estrategia que comenzó en tal década focalizó su atención en el “vivir con la nuestro” con una política de sustitución de importaciones que, de a poco, fue financiada por la vaca lechera del agro, sin considerar hasta dónde se puede ordeñar.
Durante este siglo, con la acentuación de un estatismo cerril, basado en una fábula hipnótica, no mejoró; de hecho, empeoró al considerar el contexto histórico. El hombre-masa de Ortega y Gasset se ajustó a la dirección del poder: una masa que se deja informar por los medios de comunicación de masas.
A partir de diciembre pasado, se planteó un cambio radical que, obviamente, encuentra obstáculos y temores por doquier. Es el hartazgo, la piedra angular del cambio. Y la sociedad contempla cómo desde las altas esferas se debate sobre la necesidad de reducir el Estado para abrir más espacio a los privados.
¿Hasta dónde la actividad debe estar en manos del Estado? El meollo está en el carácter monopólico del Estado y ahí se encuentra la respuesta: más que a cuánto Estado, debe centrarse en la competitividad y la transparencia.
Todo gobierno ejerce la administración transitoria del Estado, compuesto por personas de carne y hueso. Como los seres humanos tienen diversas ambiciones, ellos tienden a generar campos de acción de propiedad exclusiva, propensos a crear monopolios que se asientan en el Estado. Las instituciones limitan los excesos.
El monopolio de la fuerza lleva al gobierno de turno a emprender actividades que nada tienen que ver con su labor esencial que es, fundamentalmente, la justicia y la seguridad. Volver a las instituciones inclusivas y, no solo eso, generar nuevas es la llave para restringir la acción del Estado a lo imprescindible.
Las personas, las familias y las asociaciones libres tienen, ahora, que asumir las responsabilidades que fueron cediendo a las burocracias y al Estado. El campo tiene, en tal sentido, un desafío que no puede relegar.
El autor es director de Consultoría Agroeconómica