domingo, 17 noviembre, 2024
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Alberto Fernández golpeador: los siete días que conmocionaron a un país

«Alberto, tenés que llamarla. No se puede enterar por el diario». Era casi una orden, un exasperado llamado a la cordura: esa condición que empezaba a desvanecerse en la pringosa atmósfera del viernes 2 de agosto, bajo la cual el último presidente de los argentinos aún peleaba con una pesadilla que no estaba dispuesto a asumir. Clarín lo había contactado para preguntarle si tenía algo para decir como descargo a la investigación que revelaría las supuestas golpizas le propinó a su exmujer Fabiola Yañez mientras convivían en la Quinta Presidencial de Olivos. Comenzaba la semana que conmocionó a un país.

El teléfono ardía. Primero consultó a su exvocera Gabriela Cerruti y fatigó los números de su contraída agenda para tratar de impedir la publicación, para convencer a editores y directivos de que «habían en marcha una operación contra él». Al caer la noche creyó que esa ilusión era posible, o al menos que podría controlar los daños y detener la hemorragia con una curita.

Por eso se resistía a blanquear la realidad con su exmujer y destinataria de los golpes y sacudidas que habían quedado registradas en el teléfono de María Cantero, la secretaria privada del expresidente, a quien Yañez acudió infructuosamente para pedir ayuda en varias ocasiones de 2020 y 2021.

Su abogado y el de Fabiola en el caso de la fiesta en Olivos y otros juicios por difamación en los que ellos fueron querellantes, Juan Pablo Fioribello, urgía a Fernández a responder las preguntas de Clarín. «Habla vos con esos hijos de puta», concedió pasadas las 20.

El letrado transmitió el mensaje de Fernández: desmentía haberle pegado a su mujer, aunque reconocía que hubo «una discusión muy fuerte», en cuyo «fragor» ella pudo haberse sentido angustiada. Los chats a Cantero con audios, textos y fotografías eran verdaderos, aunque no podían mostrar lo que no había ocurrido. Más que una desmentida, era una confirmación atemperada por un barniz de autoindulgencia. La cosa pintaba mal.

«Tenés que llamarla, Alberto», le insistían al expresidente, cuyos nervios empezaban a traicionarlo. Pasada la medianoche admitió la conveniencia -propia- de seguir el consejo: había unas horas de ventaja para tratar de tender alguna contención que llegara hasta Madrid y evitara que el cable rojo se tocara con el azul para la deflagración inevitable.

Bajo máxima presión, el dueño de Dylan marcó el número de la madre de su hijo menor cuando las manecillas casi marcaban la una de la mañana, las cinco en España. Y desató una tempestad.

Volaron insultos y reproches. Los gritos estremecieron las paredes del piso atribuido al benefactor de Alberto Fernández, Pepe Albistur. «Tenés que tranquilizarte, Fabiola», rogaba el ahora olvidado profesor de la UBA. En el pituco barrio madrileño de Salamanca, donde el verano ya había llevado el sol, ese consejo soltado de mala manera caía como una bomba de napalm.

El sábado 3 de agosto la realidad impuso su feroz dimensión. La furia trocó en desesperación, la adrenalina en anhedonia. Fernández atravesaba uno de los peores días de su vida. Y todavía no había pasado nada.

La velocidad de la cinta enloquece a partir del domingo pasado. Clarín contaba que la justicia tenía pruebas de los maltratos físicos del expresidente a su pareja, y el hongo atómico alcanzó su altura máxima. Como si acompañara las noticias, un frío helado había desplazado aquella tibieza primaveral del viernes, y Argentina se despertaba con una noticia que en pocas horas dio la vuelta al mundo.

Acompañado por su medio hermano y algún amigo, Fernández volvió a hablar con su exmujer varias veces. Lo que hasta ahora habían sido amagos y amenazas empezaba a corporizarse: en cada contacto -uno más agresivo que el anterior- Fabiola repetía que lo iba a denunciar, y sonaba más y más convencida.

El lunes fue peor. El estupor y la indignación que hasta ahora sólo se habían manifestado en la intimidad de los hogares y en la siempre flamígera arena de las redes sociales ahora aumentaba hasta el asombro en las radios y en las calles, los negocios, talleres y oficinas. Los memes saltaban de un teléfono a otro matizando ingenio con crueldad sardónica. En Madrid, el shock cedía ante un paralizante brote de angustia que preocupó a algunos íntimos de Yañez a ambos lados del Atlántico. El expresidente todavía revolvía en su cajón de excusas en busca de una historia mínimamente convincente que desde luego lo exculpara y si fuera posible lo dejara a él en el lugar de víctima.

Martes 6: Clarín había anticipado que la exprimera dama evaluaba denunciar por violencia de género al padre de su hijo Francisco. Y antes del mediodía sonó el teléfono del juzgado de Julián Ercolini. Rápidamente se organizó una audiencia virtual. Alcanzaron menos de 40 minutos para que una Fabiola trémula pero mucho más decidida que en la audiencia anterior -«esta vez hablaba de frente a la cámara, preguntaba cosas concretas y pedía protección inmediata, en cambio en el Zoom de junio ni siquiera se le veía la cara entera», repasa un funcionario judicial que estuvo en los dos encuentros- reclamara el desarchivo del anexo reservado cuya existencia había revelado este diario dos días antes. En esa breve cita se escucharon aquellas palabras indigeribles: «terrorismo psicológico». Otra manera de continuar con los golpes congelados en el teléfono de María Cantero.

Como gato entre la leña, Fernández ya había aterrizado de sus alucinaciones: la prohibición de salir del país dispuesta por Ercolini terminó de devolverlo a este planeta. Encerrado en su torre de Puerto Madero, atendía a unos pocos amigos que buscaban cerciorarse de que no hiciera una locura, mientras acumulaba rechazos de los abogados que iba sondeando para que asumieran su defensa técnica.

«Esta hija de puta me está extorsionando, no puedo más. Quiere plata y no tengo, no sé hasta dónde es capaz de llegar», se lamentaba con un hilo de voz el expresidente ante las súplicas de dos de sus exfuncionarios que no sabían cómo convencerlo de que con esas palabras estaba siguiendo el manual del golpeador luego de ser descubierto.

Pero aún eso podía empeorar. El jueves por la noche, dos misiles se estrellaron contra la escorada nave de Fernández. Porque aparecieron en Infobae dos de las fotos que su expareja le había enviado a la señora Cantero: ahí estaba, tal como lo había descripto Clarín el domingo, el ojo amoratado de Fabiola. Otra montaña de papeles y anotaciones fueron a la basura de inmediato.

Pero además estaba el otro misil. La televisión exhibía un video filmado y relatado por él mismo, pidiéndole a una famosa periodista de chimentos que lo beboteaba despatarrada en un sillón del despacho presidencial de la Casa Rosada que le dijera «algo lindo», con una pretendidamente sexy voz que redondeaba una escena patética.

Era la primera, durísima carga de caballería en una batalla que será sangrienta y que salpicará estiércol hacia los cuatro vientos. Los rayos y culebras volvieron a viajar hacia Madrid, causando un nuevo problema: el viernes, por pedido del fiscal Rivolo, el juez Ercolini allanó el búnker berlinés de Alberto Fernández para llevarse su celular, una tablet y unos pendrives. La justicia tiene atendibles sospechas de que el expresidente violó la prohibición de contactar a Fabiola para seguir hostigándola. ¿Faltaba algo más?

Desde luego. La semana de terror para el ahijado de Cristina Kirchner cerró frente a una mesa de arena complicada: la abogada Mariana Gallego ya está en España para recopilar evidencia y organizar la declaración con la que Yañez dará forma y contenido a su denuncia por violencia de género, con la cual el ministerio público fiscal podrá recopilar la cantidad y gravedad de los delitos por los cuales Fernández será acusado. De movida: lesiones leves -o graves- en contexto de violencia de género, abuso de poder, incumplimiento de los deberes del funcionario, encubrimiento. Si las versiones de estos días se ratificaran podría sumarse una inquietante privación ilegítima de la libertad. Y de ahí hacia adelante. O hacia abajo.

Ercolini buscó evitar el peloteo del caso de un juzgado a otro, y recién lo envió a sorteo cuando la denuncia había sido manifestada y la víctima quedó judicialmente protegida de su agresor. Pero el expediente no quedará en Comodoro Py. Allí están convencidos de que permanecerá en la órbita de la justicia federal, pero de San Isidro, que entiende en el territorio federal de la Quinta de Olivos.

En esos tribunales hay dos juzgados de primera instancia. Uno es el de Lino Mirabelli, el juez que cerró la causa por el cumpleaños de Fabiola durante la cuarentena con el benigno pago de una «reparación integral» bajo la forma de respiradores para el Hospital Garrahan. Esa decisión está siendo cuestionada en estos días.

El otro juzgado, que además está de turno este mes, es el de Sandra Arroyo Salgado, la exmujer de Alberto Nisman. El infierno que espera a Alberto Fernández todavía se está entibiando.

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