Como había ocurrido en la primera audiencia del proceso, cuando sorpresivamente Fernando Sabag Montiel tomó el micrófono y relató sin rodeos por qué había querido asesinar a Cristina Kirchner, este miércoles los presentes en la sala AMIA de Comodoro Py volvieron a revolverse en sus sillas: fue cuando el tercer testigo, Cristóbal Elgueta, contó que un custodio de la expresidenta lo quiso obligar a borrar un video clave, en el que había quedado registrado el fallido intento de asesinato. También le exigió que no lo compartiera con nadie, y le revisó el celular para chequear que no hubiera comenzado a circular.
La noticia sacó de la molicie a los jueces, abogados y a la fiscal Gabriela Baigún, quien viene intentado colar la tesis que impulsa Cristina y que fue puntillosamente descartada durante la instrucción de la jueza María Eugenia Capuchetti y el fiscal Carlos Rivolo, pero también en la instrucción complementaria realizada por el Tribunal Oral Federal 6 antes de comenzar las audiencias: que la expresidenta fue víctima de una gran conspiración política, que su muerte iba a ser el último, extremo acto de una persecución personal atizada desde el juicio por corrupción en la obra pública que su gobierno le había regalado a su socio Lázaro Báez.
Aunque sinuosa, esa idea buscaba -todavía busca- victimizar a Cristina mucho más allá del hecho del que efectivamente fue víctima: el intento de homicidio por parte de un lumpen y su amigovia, dos excluidos sociales fuera de toda referencia normativa como los que Argentina acumuló de a miles en los últimos treinta años.
Pero aquella escritura sobre el agua se viene deshaciendo con cada ola de testimonios. Bajo juramento de decir la verdad so pena de ser procesado, el joven militante K Elgueta pateó en contra del arco dispuesto por la expresidenta y sus abogados, con un guiño de la fiscal.
Lejos de convalidar la nube de sospechas sobre un gran complot orquestado al menos por el macrismo -no se descartan terminales en el exterior, incluso en la cima del poder de grandes potencias mundiales- el testigo las disipó con un dato demoledor: los mismos policías que esa tarde de septiembre no estuvieron para cuidar a Cristina -seleccionados por el comisario Diego Carbone, de máxima intimidad con la viuda de Néstor Kirchner- en cambio intentaron encubrir el ataque fallido haciendo desaparecer las imágenes que habían registrado ese intento de magnicidio.
Las consecuencias de esta revelación pueden ser modestas -la citación al policía Guillermo Gallo, un careo con Elgueta- o más profundas, como la extracción de testimonios para iniciar una nueva investigación. Pero de lo que no hay dudas es que le dieron un tempranero golpe a la estrategia de Cristina: ¿Qué interés tenían sus custodios en que no trascendieran las filmaciones de Sabag Montiel apuntando a la cabeza de su jefa? ¿Por qué pretendieron controlar el uso de esa prueba fundamental en este juicio?
Las respuestas se irán develando en el juicio oral, conducido con mano firme por la jueza Sabrina Namer. Y más allá de su contenido, volverán a demostrar la importancia clave de las audiencias orales en cualquier proceso judicial. En los estrados, frente al público y las cámaras, es imposible mantener simulaciones y muy difícil que sobrevivan los pactos de silencio o los testigos preparados.
Por eso, diría un viejo abogado con un largo paso por el poder judicial, tantos culpables hacen lo imposible por evitar que sus expedientes lleguen a juicio. Con recursos, chicanas, pericias y reclamos, van pateando los papeles hacia adelante hasta que una mano discreta firme el sobreseimiento, la falta de mérito o mantenga cajoneadas las actuaciones.
Desde luego, ese paisaje habitual no podría haberse diseñado sin el aporte fundamental de jueces banales y operadores judiciales tímidos para con sus responsabilidades. Para no usar la palabra corruptos, por supuesto.